Este arriero chileno, de fortaleza legendaria, alcanzó los 6.560 metros de altura durante el primer intento de ascenso al Aconcagua, en 1883.

Güssfeldt, Zurbriggen, FitzGerald. Nombres que conocemos bien, exploradores y pioneros del Aconcagua, cuyos nombres ya son parte de la montaña. Figuran en la historia y en el terreno, a través de los glaciares o cumbres que llevan sus nombres. Sus relatos son clásicos y circulan en Internet. Mucho menos conocidas, en cambio, son las historias de los guías locales que hicieron posibles estas expediciones tempranas. Don Gilberto Salazar fue un arriero del valle de Aconcagua, en Chile. Cuentan los que cuentan que el hombre era tan fuerte que hacía fuego, con leña gruesa, a 5.000 metros de altura; a puro soplido… Aunque nunca sepamos si la historia es cierta o una exageración, nos da una idea del respeto que se había ganado don Gilberto.

Lo que sí está documentado es su rol en la primera exploración documentada de lo que hoy llamamos la ruta normal del Aconcagua (la faz noroeste del cerro). Salazar fue contratado para manejar las mulas, durante el bravo intento de llegar a la cumbre que lideró el alemán Paul Güssfeldt, en febrero de 1883. El plan de Güssfeldt era compartir la incursión hacia el ignoto Aconcagua con un guía suizo, Alexander Burgener. Pero este compañero se “bajó” de la expedición apenas desembarcaron en Valparaíso. Güssfeldt quedó solo, pero lejos de abortar la misión, contrató a varios gauchos y se dedicó a reconocer la cordillera. Una de esas excursiones dio como resultado el primer ascenso relevante de un europeo en los Andes Centrales: la cumbre del volcán Maipo (5.323m). Güssfeldt llegó al pico principal en soledad el 19 de enero de 1882.

Ya aclimatado a los rigores de la alta montaña, el alpinista alemán se trasladó a los valles al pie de la cordillera en Chile. Allí  contrató los servicios de Gilberto Salazar (“Gilberte”, lo llamaba Güssfeldt) y de otros arrieros, para intentar el desafío mayor: abrir una vía hacia las desconocidas cotas de 7.000 metros del Aconcagua. El Aconcagua se ubica íntegramente en territorio argentino, pero su poderosa silueta es muy visible desde la variante oeste de los Andes, en Chile. Güssfeldt trazó su ruta de aproximación desde el país vecino, por el valle del río Putaendo. Cruzó el límite internacional y llegó al Aconcagua por el norte. La sociedad entre el científico alemán y el “huaso” Salazar fue complementaria. Uno aportaba una visión más intelectual de las montañas (el “wanderlust” o amor por los vagabundeos en tierras remotas), y también herramientas de la ciencia como mapas, equipamiento; el otro era la tierra misma, el conocimiento de primera mano de nuestra Cordillera. Uno leía las cartas topográficas, el otro las nubes de tormenta. Por supuesto que sólo conocemos la versión de Güssfeldt, quien la dejó por escrito. Vaya a saber qué se hizo de los recuerdos de don “Gilberto”.

El relato de Güssfeldt es conocido. Tras un reconocimiento del cerro, decidieron partir hacia la cumbre el día 20 de febrero. Fiel a su idiosincracia pragmática, don Gilberto no le veía mucho sentido a la descomunal jornada de cumbre que tenían por delante: el vivac que habían montado estaba a 3.600 metros (por debajo de los actuales campamentos base) y el alemán temerario que lo había contratado quería salir para arriba a las cuatro de la tarde… sin carpa… Pero Güssfeldt, astuto, conocía la fortaleza y el manejo del terreno que tenían los baqueanos. Así, apeló al amor propio de los gauchos y logró que “Gilberte” y Vicente Pereira se “motivaran” y pusieran lo mejor en el intento. Los tres socios acopiaron unos pocos víveres y el precario equipo de la época. Treparon unos cientos de metros montados, descansaron y a eso de las 20.30 hs dejaron los animales y continuaron caminando, sobre la interminable ladera de piedra y nieve. Los gauchos se mostraban reticentes, según el relato del alemán, pero éste los arengaba. Hasta que finalmente Pereira no pudo seguir, debido a un principio de congelamiento en sus pies.

Quedaron entonces sólo Güssfeldt y Salazar. Siguieron durante una hora y media y a las 11.30 de la mañana se detuvieron nuevamente, a 6.200 m. Habían caminado toda la noche y la mitad del día. El arriero quería regresar; pero Güssfeldt logró improvisar un discurso motivador (a pesar de su pobre castellano y de las condiciones extremas en las que se hallaban). A Salazar lo esperaba la gloria, dijo, si lograban alcanzar juntos la cima de la montaña más alta de América. Sus palabras hicieron efecto y Don Gilberto se comprometió a seguir hasta el fin. Los dos sellaron un pacto de caballeros con un apretón de manos y siguieron caminando en silencio.

Pasado el mediodía y con la cumbre ya a la vista, realizaron otra parada. Se encontraban al límite de sus fuerzas y analizaron realizar un vivac allí, a la más cruda intemperie y sin abrigo ni comida, para trepar los últimos cientos de metros en la mañana siguiente. Estaban a 6.560 metros, con los Andes a sus pies en todas las direcciones. La motivación era pareja y Güssfeldt destaca el coraje de Salazar en esa hora crítica. Pero un repentino cambio de tiempo los dejo envueltos en una nube y el temporal inminente forzó la decisión: hacía abajo o hacia una muerte segura. Los dos socios tomaron el camino sabio y regresaron a su campamento, que habían dejado 30 horas antes.

Un glaciar en la cara Norte del cerro lleva hoy el nombre de Güssfeldt, en honor al pionero que exploró lo que hoy es la ruta normal del Aconcagua, y el relato del alemán es un clásico de la literatura de montaña. De Don Gilberto Salazar, en cambio, nada más sabemos. El nombre del arriero que podía encender fuego a 5.000 metros no ha quedado en el terreno, y de su historia sólo conocemos los párrafos que le dedicó Güssfeldt.

[ Texto: Nicolás García / Fotos: Expedición Chileno-Alemana de 1952, que repite la ruta de Salazar y Güssfeldt en el Aconcagua ]